«Siempre sueño con aviones que caen»
- «Siempre sueño con aviones que caen»

«Las niñas quieren más a los papás». Así lo dice una frase popular que no se sabe bien si la instaló el repetir de tantos padres cómplices de sus hijas, o los celos berrenchudos de las mamás que, por más que se desgasten con los pelos, las ropitas, las uñas, el periodo, los secretos y los caprichos de sus nenas, hacen una mueca divertida cuando las ven «buscándole el la’o» al padre que las consiente y malcría.
Lida María quería tener a su papá todos los días, pero –al menos hasta los diez años– creció viéndolo irse y viniendo. Lo bueno es que se iba y venía rápido, y eso de extrañarlo a cada rato, y saber que «hoy ya viene», y ponerse en la entrada de la casa a esperar que llegara, porque traía un abrazo, y un regalo y un cuento de un lugar nuevo; eso, la verdad, tenía su encanto.
Tomás González Quintana era técnico de Operaciones de Cubana de Aviación, y en el vuelo de regreso a casa, desde Barbados, llevaba para sus niñas un abrazo, un cuento de espadachines y un regalo de Venezuela.
El 6 de octubre de 1976, Lida María tenía diez años y Bebita cuatro, y «estábamos sentadas a la entrada de la casa esperando, como siempre que sabíamos que mi papá iba a llegar».
Ella no sabía que era esa fecha, no era consciente de ello, ningún niño es consciente de esas cosas cuando hay otras más importantes: los juegos, las muñecas… esperar a su papá.
«Vimos un auto negro que venía disminuyendo velocidad y pensamos que era él, pero cuando paró, se bajaron dos compañeros que venían con el uniforme de Cubana, y nos preguntaron por mi mamá. Les dijimos que estaba trabajando, y pidieron ver a mi abuela».
Lida se lo contó a Rubén por escrito, en una carta. No tuvo fuerzas para hablarlo, y él nunca le preguntó del asunto durante 23 años, desde aquel día en que supo del papá de su compañerita del aula de primaria. Pero en 1999 Rubén, periodista de Granma, la llamó con delicadeza extrema, para entrevistarla, y ella le entregó la carta.
Aquel 6 de octubre, Bebita tenía cuatro años, pero Lida diez, y aunque los del carro negro pidieron privacidad, ella se quedó escuchando, escondida, sin ser vista, hasta que se desplomó en el suelo, «como si me hubieran dado un gran golpe», cuando supo que el avión en que venía su papá había tenido «un accidente».
El «accidente» fue un sabotaje, una bomba que puso en el avión civil un célebre criminal pagado por la CIA, brazo armado del Gobierno de Estados Unidos, el primer culpable de que en el aire estallara ese avión sobre las costas de Barbados, con 73 personas, de ellos 53 cubanos, y entre los cubanos Tomás, el papá de Lida y de Bebita.
Dice Lida que, cuando amaneció el día 7, ya era una mujer, porque solo una mujer puede llorar tanto y soportar ese dolor; aunque «durante más o menos cinco años» siguió soñando imposibles, como una niña: «Tenía la idea de que a lo mejor él no estaba en el avión y nadie lo sabía, y cada vez que tocaban en la casa pensaba que había regresado. Con el tiempo me di cuenta de que realmente me estaba engañando yo misma, que aquello no tenía remedio.
«Nos habían arrebatado a mi papá, un hombre que adoraba a su esposa, sus hijas, el mar, los aviones, los deportes, que poseía una gran capacidad de amar, que aunque dicen que los hombres no lloran, lloró de emoción cuando Alberto Juantorena ganó en las Olimpiadas de Montreal.
«Me quitaron la oportunidad de madurar y compartir más tiempo con él, de contarle mis problemas, mis inquietudes, de vivir aunque fuera un poco más junto a él. Eso no me lo puede devolver nadie, ni a mí, ni a mi mamá, ni a mi hermana.... Solo nosotras y los demás hijos, esposas y madres de los que venían junto a él, saben cuánto sufrimos en aquel momento y cuánto hemos sufrido…
«En cuanto a mí, aunque sé sonreír, nada volvió a ser igual. No pasa un día sin que lo recuerde, aunque sea una vez: cuando tomo helado de mango, que era su preferido; cuando miro el mar; cuando veo a nuestros hijos crecer sin su abuelo, que tanto los hubiera querido».
Luis Posada Carriles era el nombre del asesino de su papá. Murió de viejo, en Miami, sin que nadie le tocara un pelo, protegido por el Gobierno de EE. UU., que le había pagado todos los actos terroristas que cometió.
Cuando Lida escribió la carta, el terrorista seguía vivo, y ella tenía fe en que un día pagara, pero el tipo durmió tranquilo hasta su muerte.
«Al contrario de él, yo nunca más he vuelto a tener un sueño feliz; siempre sueño con aviones que caen».
Sin embargo, al Gobierno de Estados Unidos se le antoja decir que Cuba patrocina el terrorismo, y por largos años dice que es así, y después que no, por pocos días, y otra vez que sí. ¿Somos nosotros los terroristas?