Céspedes, o la dignidad de una nación

Cual presagio de su vida toda –salpicada por constantes tormentas y relampagueantes decisiones–, Carlos Manuel Perfecto del Carmen de Céspedes y López del Castillo llegó al mundo bajo un torrencial aguacero, la noche del 18 de abril de 1819.

Allí, en la aristocrática casa No. 4, del callejón de Burruchaga, en el Bayamo colonial, el alumbramiento del primogénito deseado por Jesús María de Céspedes y Francisca de Borja devino entonces amasijo de alegrías y orgullo familiar, sin que nadie pudiera sospechar que, andando el tiempo, aquel niño, convertido en un hombre cabal, iluminaría el porvenir de la nación.

Una anécdota de su infancia, narrada en varias ocasiones por el historiador bayamés Aldo Daniel Naranjo, nos lo revela, siendo aún un retoño, lleno de valor y sentido de justicia. Resulta que un día, al salir de clases, Céspedes vio cómo un compañero de estudios, más grande, maltrataba a otro en el colegio, y le dijo «abusa conmigo, ven», desatando así una riña en la cual venció al pequeño agresor.

Cuando citaron al padre a la escuela, el Director lo felicitó por el gesto solidario y justo del hijo, en quien ya anidaban los bríos tremendos de un varón que, nacido para terrateniente, prefirió cambiar todas sus riquezas materiales por una fortuna mayor: el amor incondicional a la Patria.

Para confirmarlo, basta con repasar su convulsa, estremecedora y corta existencia, llena de sacrificios, renuncias personales y gestos de probada grandeza moral, que lo han inmortalizado para la historia como el Padre de la Patria, que es decir, Padre de todos los cubanos.  

Bautizado por Martí como Hombre de Mármol, fue él quien «nos echó a vivir» con el primer grito de lucha lanzado en Demajagua; el iniciador de una gesta que nació mambisa y luego emergió rebelde; el patriota que soportó la muerte de un hijo antes que traicionar el ideal libertario, el hombre que enarboló la unidad como estandarte en una tierra esclava en pugna por su emancipación, … y el Presidente digno, quien no necesitó nunca cargo ni título alguno para serlo, porque era, sobre todo, el líder de la Revolución.

A ese Céspedes extraordinario –cuyos lógicos yerros como ser humano nunca eclipsaron la inmensidad de su obra– tendremos que volver siempre para beber de la savia que entraña su ejemplo de ímpetu y virtud inquebrantables.

Porque, nadie lo dude, ese «volcán humano» llamado Carlos Manuel de Céspedes sigue siendo, ahora, a 204 años de su natalicio, certeza y verdad, brújula imprescindible... dignidad de una nación.