La travesía del yate Granma
- La travesía del yate Granma
Cerca de las dos de la madrugada del domingo 25 de noviembre de 1956, se sueltan las amarras en el improvisado espigón de Santiago de la Peña y el yate Granma echa a andar sus motores. Con alguna dificultad se separa la embarcación del atracadero y pone rumbo río Tuxpan abajo por el amplio canal, con las luces apagadas. A bordo los ochenta y dos expedicionarios mantienen absoluto silencio para no llamar la atención de las postas mexicanas.
Al inicio, Fidel Castro ordena arrancar el motor de la izquierda y maniobrar para apartarse de la enorme patana de madera atracada a estribor y poder salir. Todo en silencio y la oscuridad más completa. Pero después que se apartan un poco de la orilla, arrancan los dos motores e inician la trayectoria por el río.
El diario de campaña que comienza a escribir Raúl Castro anota: “A la 1 y media o 2 de la madrugada partimos a toda máquina”. Así de manera escueta, Raúl dedica algunas líneas a narrar los siete días de travesía del yate Granma desde su salida de tierras mexicanas hasta las costas de Cuba, luego de intensos meses de preparación de la expedición organizada por su hermano Fidel, y salvar innumerables tropiezos.
Poco antes, Fidel en el interior del barco dio las últimas orientaciones. Si los sorprenden durante el trayecto del río, saldrán de todas formas, incluso a tiros. Ya ha seleccionado a algunos combatientes que se ocuparan de mantener la disciplina a bordo, a los cuales entregó las tres Thompson y algunos fusiles. Nadie debe fumar ni encender un fósforo. Cuando arrancan los motores, Fidel ordena que ocupen distintas posiciones en el barco. Arsenio García se coloca en la banda de babor del yate, agarrado de una de las ventanas por fuera de la cabina, para vigilar esa orilla durante el trayecto por el río.
En las primeras horas de esa madrugada, el yate navega en las aguas tranquilas del río. Amontonados casi unos encima de otros, los expedicionarios pueden todavía ver a esa hora a su izquierda algunas escasas luces de la ciudad de Tuxpan. A la derecha todo es más oscuro, aunque hay luces dispersas y aisladas que, según avanzan se hacen más escasas. El barco hace un pequeño giro y todo se torna más oscuro a ambos lados. A veces en alguna que otra orilla parpadea una aislada lucecita. Se oye más el ruido de los motores y del agua que choca con la proa. Luego de avanzar unos minutos, de momento el yate apaga los motores y continúa navegando despacio y a oscuras, impulsado solo por la corriente del río. Cruza por encima del cable que se tiende de una orilla a otra y que arrastra la patana, pues se corre el riesgo de que las propelas se enreden en él.
Luego de atravesarlo, se vuelven a encender los motores de la embarcación y continúan la travesía por las tranquilas aguas del río. Surgen por el frente algunas luces y se perfilan las siluetas de otras embarcaciones menores que se mueven. Pueden ver también pequeñas señales lumínicas de las boyas. Más allá, la luz de faro les indica la cercanía de la desembocadura del río. Desde el lugar donde partieron hasta la desembocadura, hay aproximadamente once kilómetros, que el yate navega durante una media hora. A la entrada, un puesto naval con un faro de la Marina mexicana, frente al cual el yate tiene que pasar sin ser visto.
Saliendo de Tuxpan
Jesús Chuchú Reyes va guiando el barco hasta la escollera, pues es su obligación. Aquello está tan oscuro y los sacos de naranja depositados en la proa le impiden alguna visibilidad, por lo que está a punto de equivocar el rumbo y tomar por la laguna de Tamiahua, que le queda a la izquierda. Pero afortunadamente se da cuenta a tiempo.
A la salida del río Tuxpan, Chuchú Reyes entrega al capitán Onelio Pino y a su segundo, Roberto Roque, el mando del yate y baja a la sala de máquinas para hacerse cargo de los motores de la embarcación. Debido al mal tiempo, Roque decide tomar por algún tiempo el timón y junto a Pino marcan de través el faro de la boca del río, trazando a estima un rumbo de 90 grados hacia el faro más próximo al este, con el propósito de penetrar en el Golfo de México y evitar el encuentro con algún guardacostas mexicano que habitualmente merodea la zona.
Luego de dejar atrás las aguas tranquilas del río, al cruzar la nave las enormes rompientes formadas por un norte en desarrollo, muy pronto comienza a sentirse el viento y el movimiento de las olas en toda su intensidad. El mar bravo golpea el yate por el costado de babor, ligeramente hacia la aleta, y es necesario esforzarse por girar todo lo que se pueda el timón hacia esa dirección para evitar la mar de través, lo que además de reducir velocidad resulta peligroso, dado lo emproado del barco. Pero no hay otra alternativa. En un momento parece que el yate “se iba por ojo”. Incluso, al sumergirse la proa, las propelas suenan con fuerza fuera del agua, hasta que la embarcación cae de un golpe.
Cuando la nave estuvo suficientemente alejada de tierra firme, se encienden las luces y los 82 expedicionarios cantan emocionados el Himno Nacional y la Marcha del 26 de Julio, concluyendo con vivas a la Revolución y gritos de condena a la dictadura, que se funden con el fuerte viento. Luego de tanto tiempo luchando y soñando, cuánta alegría debió sentir Fidel y el resto de los expedicionarios cuando se vieron ya rumbo a Cuba.
El fuerte oleaje hace que el yate semeje una indefensa cáscara de nuez en medio de aquel mar enfurecido. No sólo sobrecargado por los expedicionarios a bordo, sino también por el armamento, las mochilas y demás equipos que trae, además de los numerosos bidones de combustible y agua necesarios para el viaje. Anota Raúl Castro en su diario de campaña: “Una vez mar afuera, cantamos Himnos. Al poco rato, por mar picada, todo el mundo vomita y se sienten mareos”.
Una prueba difícil
Ernesto Guevara, que viene como médico de la expedición, busca infructuosamente las pastillas contra el mareo, que no aparecen por estar situadas debajo de tantos bultos y cajas en el camarote de popa. Minutos después, la mayoría sufre los estragos del mareo. El propio Che relata en sus Pasajes de la guerra:
El barco entero presentaba un aspecto ridículamente trágico: hombres con la angustia reflejada en el rostro, agarrándose el estómago. Unos con la cabeza metida dentro de un cubo y otros tumbados en las más extrañas posiciones, inmóviles y con las ropas sucias por el vómito. Salvo dos o tres marinos y cuatro o cinco personas más, el resto de los ochenta y dos tripulantes se marearon.
Si para todos aquellos hombres esto fue una difícil prueba, para Che lo era aún más, pues a las molestias del mareo se le sumó un intenso ataque de asma que le duró casi toda la travesía. Poco lo aliviaron los medicamentos, incluso las inyecciones de adrenalina que Faustino Pérez le suministrara.
En el puente de mando de la embarcación, Fidel cambia impresiones con Pino, Roque y los timoneles. Los acompaña Raúl Castro, Juan Manuel Márquez, Che y otros compañeros. Unos pocos ocupan el pequeño sofá que allí se encuentra, los demás de pie o asomados por las dos puertas que dan a los pasillos laterales. En la cabina central, un grupo de combatientes amontonados ocupa cada rincón del saloncito, tanto el sofá de la esquina, el mostrador de enfrente con las cuatro butacas y hasta el fogón y el fregadero. También están sentados en todo el piso, incluyendo la entrada al cuarto de máquinas y las escaleras que bajan a los camarotes de proa y popa con literas y baños ya repletos.
Calixto García no sabe si saldrán de aquella situación y decide echarse en un rincón del camarote a descansar, hasta que pase todo aquello. Por su parte, Efigenio Ameijeiras comienza muy pronto a sentirse mareado y cuando baja a un camarote encuentra compañeros hacinados encima uno de otro, todos vomitando. El olor a petróleo es penetrante.
Amanece el 25 de noviembre completamente nublado y lluvioso, con perspectivas de mantenerse así el resto del día. El Granma penetra en aguas del golfo y la mayoría de los expedicionarios sigue sintiendo los rigores del mareo. El mar continúa con un fuerte oleaje y viento del noroeste, que bate por la aleta de babor, y obliga al timonel a esforzarse por mantener el rumbo.
Universo Sánchez pensó en aquel momento que no llegaban a Cuba, pues las olas pasan por encima del barco y lo golpean. Dijo para sí: “Esto se hunde”.
Cerca del mediodía se corre la voz de alarma, pues el barco está haciendo agua en uno de los camarotes inferiores. La pequeña bomba de achique no da abasto o está defectuosa. De inmediato, Chuchú Reyes, el maquinista, junto a unos pocos de los que no están mareados forman una hilera y se dan desesperadamente a la tarea de sacar el agua con cubos. Pedro Sotto Alba escribe en su diario:
El primer día fue una cosa horrible, comenzamos a vomitar cantidad. El yate estaba al irse a pique, pues hacía cantidad de agua y la turbina no daba abasto para sacar el agua. Estábamos sacándola con cubos. El timonel le dijo a Fidel que había que ir para tierra, porque si no nos íbamos a hundir. Fidel dijo que teníamos que continuar aunque nos hundiéramos. Hacía un viento y unas marejadas que eran más altas que el yate.
Años después, Fidel recordó esta difícil situación: “No nos detuvo la tempestad, no nos detuvo el riesgo de aquel barco hundiéndose, porque ni siquiera cuando aquel barco se iba hundiendo apartamos el rumbo de Cuba. Podríamos hundirnos en el camino. ¡Aceptado! Hundidos, está bien, pero no íbamos a retroceder”.
A lo largo del tiempo algunos testimonios afirmaron que tal vía de agua se debió a una válvula trabada del baño de un camarote. Pero realmente, al estar sobrecargada la nave, la línea de flotación se encontraba muy por debajo de lo normal y las tablas superiores, menos herméticas y expuestas a la violenta marejada, permitieron filtrar el agua al interior del barco.
Pedro Sotto Alba lo refleja así en su diario: “Estuvimos dos días sacando agua con cubos […] No sabíamos si llegábamos o no a Cuba”.
Con el fuerte oleaje resulta difícil apreciar si el agua sube o baja. En un momento, Fidel se sienta frente a la cadena de hombres que la sacan con cubos y con un pequeño cordel trata de calcular si es más o menos el agua que entra. El esfuerzo se extiende por demasiado tiempo. El jefe revolucionario piensa que, si el nivel del agua sigue subiendo, lo único que queda es enfilar hacia la costa yucateca, a unas 80 millas, a ver si llegan. Se ordena tirar al agua maletas, tanques vacíos y todo lo innecesario, para aligerar el lastre.
Pero al fin, después de una frenética batalla de horas, perciben que poco a poco el agua comienza a descender. Parece que la propia humedad expandió la madera, se cerró y dejó de entrar el agua. De nuevo las tablas del piso de los camarotes inferiores aparecen, se saca el resto del agua y todos vuelven a respirar tranquilos. Raúl Castro anota en su diario: “La segunda noche es la peor, nadie comía. Poco a poco se van recuperando”.
A su vez, Pedro Sotto Alba relata en su diario: “Durante el día solamente nos comimos 1 lata de leche para 3 y 2 naranjas. Pero era igual que si nada, porque al poco rato lo vomitábamos”.
Segundo día de travesía
El 26 de noviembre amanece también nublado, sin sol y lloviznando. El barco se mantiene navegando bien, el mar le viene por la aleta de babor. Los timoneles Norberto Abilio Collado, Arturo Chaumont y el dominicano Ramón Mejías del Castillo, Pichirilo, se turnan en la conducción de la nave.
Preocupado por el malestar general a causa del mareo, Fidel aprovecha para conversar con los compañeros que han salido a cubierta, huyéndole al hacinamiento y fetidez de los camarotes, para tomar un poco de aire fresco. Entre otros, con Efigenio Ameijeiras, a quien Andrés Luján convenció de salir para recuperarse. También visita en los camarotes a los más afectados; conversa con Calixto García y varios más. Ramiro Valdés, junto a Julito Díaz y Ciro Redondo, se turnan cuidando el lugar de la litera, pues corren el riesgo de perderla.
Cuando al anochecer Pino y Roque divisan el Faro Triángulo, cercano a las costas de Yucatán, a las siete de la tarde lo marcan por el través de babor sin determinar con exactitud la distancia del mismo. Comprenden pues que el yate no mantiene la velocidad de 10 nudos calculada antes de la partida y en condiciones favorables, sino que en realidad hace unos 7,2 nudos. De inmediato se lo comunican a Fidel, quien recibe la noticia con desagrado. Se traza entonces un nuevo rumbo de 60 grados, hacia el noroeste, navegando de acuerdo con la configuración de la costa de Yucatán, a una distancia suficiente para evitar un posible encuentro con guardacostas mexicanos. Pero con la seguridad de que al día siguiente mejoraría el tiempo.
El amanecer del 27 de noviembre se presenta, en efecto, despejado y con sol, aunque la marejada se mantiene fuerte, por lo que Pino y Roque aprovechan para hacer sus mediciones: a las ocho de la mañana trazan una recta de altura y una meridiana a las doce del día, obteniendo una situación bastante exacta de la posición del barco. A partir de ese momento, navegarían astronómicamente.
En el interior del barco los expedicionarios se han ido recuperando poco a poco del mareo y se despierta el apetito. Pocos suministros se han traído para el viaje con lo precipitado de la partida: dos cajas de leche condensada, cuatro jamones de cocina y dos para emparedados, una caja de huevos, cien tabletas de chocolate y diez libras de pan de molde, además de unos diez sacos de naranja depositados en la proa y que pronto se agotan. Fidel ordena a Pablo Díaz racionar lo que queda. Raúl Castro anota en su diario de campaña: “Sólo un día y una noche fueron de calma. Hay que racionar los alimentos y el agua. Se pasa hambre”.
El viaje resulta incómodo, pues no se les permite permanecer de día en cubierta y en el interior apenas caben. Sólo por la noche pueden salir. No obstante, algunos como Ñico López y Armando Mestre se han posesionado del techo de la embarcación y allí permanecerán casi todo el tiempo que dura la travesía. También lo hacen René Rodríguez, Mario Hidalgo y otros más. El mexicano Alfonso Guillén Zelaya y Noelio Capote han subido también al techo y se amarran con alambres a ambos lados del botecito salvavidas.
Por el radio receptor situado en la cabina central y que opera Rolando Moya pueden captar la frecuencia de la Marina de Guerra y escuchar algunas emisoras del país. Entre otras, la noticia de que nueve estudiantes resultan heridos cuando la policía disolvió brutalmente en Infanta y San Lázaro, en La Habana, la tradicional manifestación de universitarios en conmemoración del 85 aniversario del fusilamiento de los estudiantes de Medicina. Raúl Castro anota en su diario: “Por la planta de radio receptora oíamos el Estado Mayor de la Marina y sabíamos posición de los barcos. Una colilla de cig. [cigarro] tenía un valor incalculable”.
El yate Granma continúa navegando por aguas del golfo, aunque con algún retraso. A las seis de la tarde de ese día 27, cerca de Cayo Arenas, se decide fijar rumbo este, a 85 grados aproximadamente, evitando acercarse demasiado a la costa norte de la Península de Yucatán.
A las cinco de la tarde del 28 de noviembre, el Granma vuelve a cambiar de rumbo a 135 grados, pone proa al sureste y enfila el canal de Yucatán, procurando pasar lejos del Cabo San Antonio, para no correr el riesgo de encontrar unidades de la Marina de Guerra de la dictadura y evitar el patrullaje aéreo, así como de Cabo Catoche, en México. Esa noche cruzarían por una zona peligrosa, aunque este rumbo los pondría en un sector más seguro, navegando a lo largo de la isla de Cuba.
De momento, se advierte que el barco disminuye la velocidad y uno de los motores deja de funcionar, al parecer descompuesto. Chuchú Reyes y otros luchan para arreglarlo. Fidel cambia impresiones con sus colaboradores más cercanos, ante la posibilidad de verse obligados a desembarcar en Pinar del Río, con el enorme riesgo que ello conlleva. Al fin, vuelve a funcionar el motor y el jefe revolucionario decide continuar rumbo a la provincia oriental.
En zafarrancho de combate
Esa madrugada Fidel ordena a bordo zafarrancho de combate, al divisarse las luces de dos embarcaciones a lo lejos. Se cambia momentáneamente el rumbo, son repartidas algunas armas y Luis Arcos con otros más emplazan los dos fusiles antitanques que traen en la cubierta y techo de la embarcación. Por fortuna, son barcos pesqueros que siguen de largo y el yate retoma su rumbo.
Existía ansiedad entre algunos expedicionarios por la pronta entrega del armamento y se comenta la preparación de un grupo para, en caso de cualquier encuentro con un guardacostas enemigo y ante el peligro de ser hundidos, dejarse abordar, entregarse unos pocos compañeros que permanecieran en cubierta. Pero seguidamente efectuar un contraabordaje con el grueso de los combatientes que han permanecido escondidos en el interior de la embarcación, después de disparar sobre ellos.
El 29 de noviembre el jefe del ejército, general Francisco Tabernilla, declaraba a la prensa que las fuerzas armadas estaban alertas en todo el territorio nacional y concluía: “guerra avisada no mata soldado”.
Durante todo ese día, el Granma navega sin contratiempos por el Mar Caribe, al sur de Cuba. Fidel decide que es el momento propicio para utilizar la banda de babor del yate para graduar las mirillas de los fusiles de la expedición. Desde popa, a una distancia de diez metros y auxiliado por Ciro Redondo, Universo Sánchez y otros colaboradores, dispara una y otra vez hacia un blanco improvisado en la proa del barco. Con un pequeño destornillador y valiéndose de una fórmula geométrica, Fidel gradúa los 55 fusiles de mirilla telescópica de tres tipos que se traen, con una variación diferente cada uno, según el acero. Raúl Castro anota en su diario de campaña: “El Ing [Fidel] iba graduando fusiles”. Dos días dedica a esta tarea, ante la admiración de los expedicionarios que contemplan cómo su jefe prepara con esmero las armas con las que combatirán. Después, algunos prueban las automáticas disparando a tanques vacíos que arrojan al mar.
A las cinco de la tarde se hace un nuevo cambio de rumbo, a 105 grados, en busca del faro norte de la isla de Caimán Grande, que se encuentra a 180 millas al sur de Cienfuegos.
La mañana del 30 de noviembre el yate Granma cruza las aguas del Mar Caribe y divisan a lo lejos un buque mercante de gran porte que pasa de largo. Para no despertar sospechas, los combatientes se ocultan y proceden a izar una bandera extranjera.

