El 24 de febrero de 1895 había estallado en Cuba una guerra que era, como Martí llamó, necesaria, organizada durante años desde el silencio, el convencimiento y la conspiración dentro y fuera de la Isla. Había también un Partido que tenía la misión de unir y organizar los esfuerzos para alcanzar la independencia de la Mayor de las Antillas y contribuir a la de naciones hermanas.
Pareciera intrascendente, en medio de una guerra, de tiros y cargas al machete contra un enemigo varias veces más fuerte, pensar en el ordenamiento jurídico de esa Cuba en armas por la libertad, pero ya lo habían hecho en Guáimaro, a solo seis meses del gran 10 de octubre de 1868.
Esta vez la cita era en Jimaguayú, y fue allí para estar cerca de Ignacio Agramonte, del lugar por donde había entrado a la inmortalidad. Veinte delegados de los diferentes cuerpos de ejército que enfrentaban a España soñaron un país y legislaron 24 artículos centrados en no repetir errores del pasado, idearon una organización de la República sencilla y práctica, ajustada a las condiciones del momento.
Hubo debate, temores, contradicciones, tres tendencias fundamentales; sin embargo, cuatro días fueron suficientes para entender que, por encima de lo que cada cual creía mejor, estaba ese proyecto de país nuevo, independiente, soberano, para el que era imprescindible la unidad, cuyo quiebre había llevado al fracaso luego de diez años, y eso lo sabían bien, Martí se había encargado de explicarlo.
Como norma jurídica, la Constitución de Jimaguayú carece de definiciones de derechos civiles y de otros tantos aspectos que debiera regular una Carta Magna; de allí que el propio texto instituyera su revisión en dos años, o inmediatamente que se terminara la contienda bélica. Bien sabían los asambleístas de 1895 que habían hecho un instrumento legal apegado a lo que se necesitaba en ese momento histórico.
Otra vez la historia nos enseña que en la unidad siempre ha estado la clave para Cuba, la misma que Raúl, el pasado 1ro. de enero, nos llamó a cuidar como la niña de nuestros ojos, porque es el resultado del propio proceso de construcción de la nación. Hoy, como ayer, esa unidad hay que construirla desde la diversidad de criterios, de sobreponer los intereses colectivos a los individuales, y eso significa seguir construyendo consenso con todos, excepto con aquellos que nada bueno quieren para la Patria.
A 129 años de aquel 16 de septiembre, el camino sigue siendo el juramento de Máximo Gómez, tras ser nombrado en Jimaguayú como General en Jefe y recibir la bandera nacional, «defender la independencia de Cuba hasta vencer o morir».