Mujer con historia propia
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María Cabrales es uno de los ejemplos más representativos de participación femenina en nuestras luchas independentistas; y ha trascendido no solo en el papel de esposa del Mayor General Antonio Maceo Grajales, sino también por su destacada actividad revolucionaria.
La historiografía tradicional la identificó por muchos años como María Josefa Eufemia Cabrales Isaac, pero –según su partida bautismal– su verdadero nombre es María Magdalena Cabrales Fernández, nacida el 22 de julio de 1847.
También hay imprecisiones sobre su descendencia con Antonio Maceo, pero hasta el momento ningún documento lo aclara. Se presume que se le atribuyó la historia de su cuñada María Baldomera Maceo Grajales, quien marchó a la manigua con dos niños pequeños.
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La Guerra de los Diez Años marcó el inicio y desarrollo de la conciencia patriótica de la joven de 21 años, presumiblemente analfabeta, cómplice de las acciones conspirativas de los hombres de la familia, que comprendió la necesidad de participar en la lucha por la emancipación de su pueblo, y por casi diez años vivió en permanente movimiento por el territorio insurrecto en tareas vinculadas a la atención de los heridos.
José Martí destacó, en su semblanza Antonio Maceo, que «no hubo en la guerra mejor curandera», expresión corroborada por Enrique Loynaz del Castillo, cuando relató que «iba por la montaña agreste y penosa, con sus compañeras, ninguna era más ágil para subir a la cumbre, ni más solícita para cuidar un enfermo».
Como parte de la llamada «impedimenta», participó en la invasión a Guantánamo, entre 1871 y 1872 y, en 1874, en el plan invasor a Las Villas; periodo en el que, junto a Bernarda Toro, prestó sus servicios en un hospital de sangre en El Ecuador, en Najasa. Ramón Roa, uno de los mambises atendidos por ellas, recordó «los cuidados exquisitos y las atenciones maternales» que le dispensaron.
Aunque no existe evidencia de su participación en acciones combativas, debe destacarse su valiente actitud cuando, tras el combate en Mangos de Mejía, el 6 de agosto de 1877, Antonio Maceo fue gravemente herido, y ella también estuvo expuesta a la persecución de las fuerzas españolas. En medio del peligro, se alzó su voz enérgica al jefe del regimiento Santiago, José María Rodríguez: «A salvar al General o morir junto a él». La historiografía refiere la espectacular actuación del Titán de Bronce para deshacerse de sus enemigos, pero no precisa cómo María, en similar peligro, pudo burlar el cerco.
La experiencia obtenida en el campo insurrecto le permitió aprender a leer y a escribir, así como a madurar su conciencia patriótica y valorar el Pacto del Zanjón como un acto de cobardía, falta de patriotismo y deslealtad a tantos caídos en la lucha.
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Tras la Protesta de Baraguá marchó hacia el extranjero, y permaneció en diversos países del Caribe y Centroamérica, incluida una breve estancia en Cuba en el verano de 1890, de donde fue expulsada junto con su esposo. Durante estos años fue notorio su apoyo a los planes conspirativos organizados por Maceo y otros compatriotas, así como el interés por elevar su cultura, incluido el estudio del idioma inglés.
El encuentro con José Martí, en Kingston, Jamaica, el 12 de octubre de 1892, estimuló su labor revolucionaria; 12 días después, como continuidad lógica de sus actividades en la gesta precedente, organizó el club femenino José Martí, el primero en esa isla, y del cual fue elegida presidenta. Con posterioridad viajó a Costa Rica, y tras el segundo viaje del Delegado, el 18 de junio de 1894, fundó en San José la primera asociación de mujeres, Hermanas de María Maceo.
En este club, además de recaudar fondos, desarrolló una prominente actividad divulgativa mediante rifas, veladas artísticas y literarias, así como publicaciones en varios periódicos, entre ellos Patria, El Porvenir y El Pabellón Cubano.
La caída en combate del Titán de Bronce, el 7 de diciembre de 1896, privó a María del compañero de 28 años de vida conyugal y revolucionaria. Su consternación no la amilanó; fiel a sus principios, continuó sus actividades. En términos enérgicos rechazó, en carta abierta al político español Emilio Castelar, el irrespetuoso trato con que los españoles festejaron el fin glorioso del jefe mambí, en contraste con la ética mantenida por quien fue «tan bravo en la pelea como generoso en la victoria con el enemigo derrotado».
Con el propósito de proporcionarse recursos con el producto de la finca dejada por Antonio, en septiembre de 1897 regresó a la Mansión de Nicoya, en la que continuó su labor revolucionaria en el club femenino Cubanas y nicoyanas, del cual fue electa tesorera. Sus compañeras en San José la nombraron Presidenta de Honor del club Hermanas de María Maceo.
Ante la improductividad de la finca y la carencia de recursos para vivir, se vio precisada a aceptar la pensión asignada desde hacía un año por la Delegación del Partido. A pesar de la difícil situación por la cual atravesaba, la redujo de 130 pesos a 80, de los cuales aportaba diez a la causa, lo esencial para sostenerse sin ocasionar muchos gastos a la revolución, pues «las que perdemos el esposo o el hijo en la guerra, no podemos menos que proporcionar los medios como evitar gastos que no sean para auxilio de los que tienen el arma al hombro».
Durante la intervención de Estados Unidos en la guerra, fiel al juramento y a los ideales de su estirpe, mantuvo su disciplina y lealtad al Partido Revolucionario Cubano, estimuló a los jóvenes que pretendían organizar una expedición para marchar a la manigua, y defendió las recaudaciones de su asociación hasta el mes de noviembre de 1898.
«Mientras no esté constituido nuestro gobierno, no ha cesado el Partido en su misión de acarrear fondos para la patria», escribió a Manuel J. de Granda, el 7 de octubre de 1898
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Tras el fin de la guerra, regresó a Cuba, el 13 de mayo de 1899. No estuvo ajena a la realidad de su pueblo, se relacionó con diversas actividades de carácter patriótico, como el homenaje a los héroes y mártires de la contienda, entre ellos José Martí, en cuya tumba le rindió tributo siete días después de su retorno.
También dirigió el Asilo de huérfanos de la patria de Santiago de Cuba, para «seguir prestando todo el servicio que pueda a mi pobre Patria, cuidando de los huérfanos por su redención».
Su correspondencia con personalidades como el Mayor General Máximo Gómez y Magdalena Peñarredonda, patentizan su solidez y alcance políticos. Consideraba necesario erradicar las contradicciones entre sus connacionales, la unidad resultaba fundamental con vista a demostrar la capacidad de los cubanos para definir su destino. Así lo expresó en carta abierta al pueblo de La Habana, el 11 de enero de 1900, en la cual llamó la atención acerca de lo que representaba el ejemplo de Antonio Maceo y su ideario en aquellos difíciles momentos en que se requería del concurso de todos: «(…) unidos en estrecho haz, sin divisiones, ni distingos de razas, clases y condiciones en aras de lograr la absoluta independencia de la patria».
También le preocupó el interés del Gobierno de Estados Unidos hacia Cuba, la idea de que los cubanos no sabían gobernarse y la prolongación de la ocupación militar. En sus concepciones al respecto se operó un cambio significativo, si bien en los momentos en que se produjo la intervención yanqui la valoró como una opción para acelerar el fin del dominio colonial español, en la medida en que transcurrieron los acontecimientos comprendió el peligro que se cernía sobre su Patria, por ello se sumó a quienes se pronunciaron por el fin de la ocupación y el establecimiento del Gobierno cubano.
Así lo demostró en su visita, el 17 de diciembre de 1899, al Centro de Cocheros de La Habana, en la que pidió no se celebrara ninguna fiesta hasta tanto se cumpliera el ideal por el que se sacrificó su esposo: la independencia.
En esta dirección fue notoria su inquietud por la influencia estadounidense en nuestra cultura y lengua desde posiciones impositivas y racistas, que consideraban a los naturales del país como inferiores.
Igualmente, desconfió de las intenciones que podían estar ocultas tras el viaje de los maestros a la Universidad de Harvard, razones que la llevaron a apoyar a los que, desde una posición nacionalista, recelaron de los propósitos del plan. Temía que el hecho fuera utilizado como pretexto para demostrar la incapacidad de los cubanos de alcanzar gobierno propio. Así lo manifestó a Magdalena Peñarredonda, el 2 de julio de 1900: «Quiera el cielo equivocarme pero como ellos buscan el medio como demostrar la incapacidad de los cubanos para su gobierno propio, tengo malos presentimientos».
La instauración de la República, el 20 de mayo de 1902, a pesar de las restricciones impuestas por la Enmienda Platt, representó para la heroína el fin del camino iniciado en 1868 y, sobre todo, el cese de un poder extraño en Cuba. Por esta razón, se sumó al júbilo de todo el país y de la capital oriental.
Para esa ocasión, obsequió una gigantesca bandera cubana que fue izada en el Castillo del Morro santiaguero. En homenaje a los héroes y mártires de la Patria, pidió a Máximo Gómez que colocara un ramo de siemprevivas sobre la tumba de Antonio y Panchito, en demostración de regocijo.
Ejemplo de tenacidad ante las adversidades que, desde el punto de vista racial, le imponía la época en que le correspondió vivir a las mujeres negras y mestizas, también destacó su preocupación por conservar las vivencias de la Guerra Grande, y el patrimonio documental perteneciente al Titán de Bronce, parte del cual fue publicado por su sobrino Gonzalo Cabrales Nicolarde, en 1922, en el libro Epistolario de héroes. Cartas y otros documentos.
El 28 de julio de 1905, hace 120 años, se apagó su fructífera vida en la finca San Agustín, en San Luis, y sus restos fueron trasladados al cementerio de Santa Ifigenia, con el merecido tributo popular; hoy descansan en un monumento inaugurado el 19 de mayo de 1926, muy cerca de José Martí.
* Profesora Titular de la Universidad de Oriente