Moncadistas, «en todos los que no habían nacido, están ellos»
- Noticias
- Moncadistas, «en todos los que no habían nacido, están ellos»

Realengo 18, El Salvador, Guantánamo.–Un gabinete telefónico aquí, al lado el consultorio médico o la Casa de la Cultura. Ondea más allá una bandera, y un rectángulo proyecta inconfundible su brillo fotovoltaico sobre el techo de una de las escuelitas rurales incrustadas en el paisaje.
Camina el viajero por estas lomas con la impresión de que lo hace por los campos de toda Cuba. Recurrentes, de tramo en tramo, sorprende algún que otro dispositivo satelital, receptor de la señal de televisión.
Entonces llega enaltecedor el Moncada y, contrastante, un relato de Pablo de la Torriente Brau. El mulo que lo trajo desde Cuneira se hundía hasta los ijares entre los trillos fangosos. No había más ruta ni medios para acceder a la tierra tan pretendida por geófagos, y defendida con espartana resolución por sus legítimos dueños: los campesinos.
Pero Pablo vino, los retrató con una prosa vibrante, y dio fe «de sus miserias y de sus luchas; de la vida sencilla, (y) de su valor legendario».
Veinticinco años después, a la llegada de unos barbudos con fusiles y brazaletes del 26 de Julio, el panorama era el mismo descrito por el autor de Tierra o sangre, en su magistral reportaje: desempleo, agricultores maltrechos, gente cuya circunstancia y origen le daban cuerpo a la definición de pueblo que Fidel le espetó al tribunal, cuando era juzgado por el asalto al Moncada.
«Que haya niños que mueran sin asistencia médica (…), que el 30 % de nuestros campesinos no sepa firmar, que la mayoría de las familias de nuestros campos esté viviendo en peores condiciones que los indios que encontró Colón…», a todo eso el joven abogado le dio un calificativo: «inconcebible». Más tarde, ratificaba que aquí no habría «enfermo sin asistencia, niño sin escuela, ojos sin saber leer, ni mano sin saber escribir».
Aquellos aires moncadistas abrieron cauces e hicieron causa en estos parajes remotos. La tierra en poder de los campesinos, el empleo en manos obreras,… la contienda dura que fue necesario librar con buldóceres y motoniveladoras, para sortear precipicios, hacer menos empinadas algunas cuestas, y convertir los trillos fangosos en carreteras.
Ha cambiado poco la geografía desde entonces, y la naturaleza, aunque sin la esplendidez salvaje de aquellos tiempos, todavía «sabe a maravilla»; pero el paisaje –sobre todo el espiritual y el social– es otro; tal vez fuera el mismo paisaje si no lo hubiera sacudido un Moncada.De tiempos muertos, techos de guano, paredes de yagua, de episodios de criados y capataces, del imperio del tricocéfalo en los abdómenes inocentes, de todo eso quizá aún se hablaría en presente, de no ser por la aurora de un 26 de julio.Algunos pretenden negarle utilidad a aquel acto de rebeldía; otros, a la sombra de la lejanía temporal y de ciertos descuidos, apuestan a confundir y a la desmemoria. Los hechos, empero, están ahí, visibles, pese a todo el rigor de estos tiempos durísimos; el Realengo 18 lo corrobora. Aquí está la Pastor Cardosa, una escuelita para dos pequeños y, a disposición de ambos, a tiempo completo, una maestra.
En total suman 46 los educadores que moldean niñas y niños realenguistas en las nueve escuelas del lomerío, golpeadas igual por un asedio feroz y por crisis, pero animadas por más de 200 seres inquietos, cuyas sonrisas le dan sentido a una evocación de Fidel hacia los moncadistas: «en todos los que no habían nacido todavía, están ellos».