ser uno más entre la gente y, sin embargo, aceptar el imperativo moral de hacer una Revolución y sostenerla frente a un enemigo poderoso e implacable.
Cautivó, y lo hace todavía, porque era excepcional en su manera pedagógica de explicar los desafíos al pueblo; por su capacidad de comprender las complejidades nacionales, internacionales (e incluso las de los hombres y mujeres), de una manera tan preclara, que parecía arte adivinatorio; por la habilidad para informarse a ritmos demenciales, y procesar esos datos a veces mejor que los entendidos.
Pero si el pueblo obvió los nombramientos y lo bautizó solo Fidel, si se ofreció una y otra vez «pa´lo que sea», se debió no solo a lo real maravilloso de su estatura moral e intelectual, a lo inédito y mítico de su figura, sino también a que en él se reconocía.
Como Martí, hondas raíces de lo nacional se sintetizan en Fidel, en su vida y obra: el amor por los otros hasta el desprendimiento; la terquedad contra las adversidades; la fiereza frente a quienes codician la Patria; en fin, la cubanía, un concepto tan hondo y difícil de resumir, aunque tan fácilmente identificable.
Fidel nunca pudo, después de lanzarse en brazos de la Isla y su destino, ser ese hombre normal que se detiene en una esquina a observar desde el anonimato. Otras fueron las exigencias de sus misiones. Siempre que estaba en público, su presencia aliviaba y enardecía.
No quiso que lo glorificasen, tal vez porque sabía que la mejor forma de que las ideas perduren y triunfen es que se siembren, renazcan y renueven en el alma de las generaciones.
No hacen falta monumentos para Fidel. Está en todas las esquinas, y en todas las calles, y en la gente, en sus dolores y alegrías, en lo mejor de nosotros, en la crítica contra los desaciertos, y en lo que nos enorgullece y nos sostiene. El que debía vivir, vive. Fidel está en todas partes.

