La desventura de San Pedro
- La desventura de San Pedro

uentan que pinchado por la impaciencia y la incertidumbre, el General en Jefe Máximo Gómez interrumpió el silencio sepulcral de aquella mañana de septiembre de 1899 con una pregunta que dolía tanto como una herida de guerra:
–Pedro, ¿tú estás seguro de que los restos de Maceo y de mi hijo Panchito están ahí abajo?
El campesino humildísimo que en la madrugada del 8 de diciembre de 1896, casi tres años antes, había recibido los cuerpos sin vida del Lugarteniente General y de su ayudante; que les había dado sepultura en su finca antes del amanecer; que había marcado con dos pedruscos el lugar del enterramiento para que la manigua no se lo tragara y que, con sus tres hijos varones, había jurado guardar silencio hasta que terminara aquella guerra, fue tan respetuoso como categórico:
«Sí, mi General, lo juro; pero hay que seguir más hondo, y para que no quede duda le digo desde ahora que coloqué el cuello del joven sobre el brazo derecho de Maceo, como sirviéndole de almohada», le explicó al Generalísimo cuando todavía faltaba un buen rato para que la pala con la que cavaban comenzara a chocar con los mismos huesos que el lugareño había descrito.
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