Gracias, hoy y siempre, por estar
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Creo sinceramente que todos somos, en cierta medida, el fruto de los maestros que tuvimos. Aunque son muchos y disímiles los factores que intervienen en nuestra plena formación a lo largo de la vida, no puedo evitar sentir que esas personas que me condujeron desde las aulas en momentos cruciales, dejaron en mí una parte importante de ellos, una, que va más allá de un mero plan de clases, y que me impide olvidarlos, por mucho que pasen los años.
Silvia, por ejemplo, mi maestra de preescolar, me mostró el rostro más hermoso de la paciencia, la dulzura y, sobre todo, la vocación. No solo era buena maestra; ella amaba ser maestra, y disfrutaba de un modo excepcional cada logro de cualquiera de nosotros. Creo que la entrega y el amor hacia aquello que escogemos como rumbo en la vida fue la lección más hermosa que me dejó.
Tampoco olvido nunca a María, «Coca», como casi todo el mundo la conocía. La distinguía su rectitud, era fuerte de carácter, pero tenía un modo especial de desdoblarse en el aula. A ella la habitaba el arte de la enseñanza. Mujer fuerte, capaz de sobrepasar duros golpes en la vida y, aun así, seguir entregándose en cada clase. Le compuse una canción, El hada del saber, espero que ella la recuerde todavía.
A sacar lo mejor de cada quien, a no encasillar a ningún niño y a demostrar que todos podemos llegar lejos a nuestro propio paso me enseñó Edelys. Soñadora, creativa, hacía maravillas con nosotros. No permitió nunca que se hablara mal de ninguno de los niños en su aula, porque era de esas personas que buscaba causas, que se hacía preguntas, y que daba buenos regaños a madres y padres cuando no se acercaban lo suficiente a sus hijos.
Particularmente me marcó el ejemplo de Migdalia. Qué manera de enfrentar lo injusto, de defender a sus alumnos. Cuando la asistía la razón, nadie la hacía retroceder. No tenía mucha paciencia para esperar que los padres fueran a verla, si le preocupaba uno de sus alumnos, tocaba puertas y esperaba horas si era preciso frente a una casa; pero no daba la media vuelta hasta que la escucharan. Fue una suerte tenerla en mi vida.
Como un padre en momentos difíciles fue Alexander. Tremendo profe de historia entre las cuatro paredes del aula, y amigo y protector fuera de ellas. Nunca le tembló la voz para dar un consejo, por duro que pareciera. Poca gente he conocido con tamaña sinceridad y empatía. Al más «guapo» de los «guapos», en una edad que se las trae, lo vi bajar la cabeza y decir, «profe, usted tiene razón».
También dejaron mucho para mí los profesores universitarios. Algunos por su admirable sapiencia. Otros, por la capacidad de ponerse en nuestra piel, y empujarnos para que llegáramos a la meta del título; pero, sobre todo, para que la ética y la responsabilidad social nos distinguieran en el entorno profesional.
No todos los nombres caben en un texto, y por cada uno de los que aquí menciono hay otros tantos, a los que agradezco cada segundo de desvelo y entrega. Pienso en Maritza, que tanto me quiso y tan orgullosa estuvo siempre de mis pasos; o en Guevara, cuyas clases de español y gramática han sido una sólida base de cada letra que escribo.
Y, sí, he decidido escribir este texto sobre la base de experiencias personales, porque son las más cercanas y latentes y porque sé que de personas excepcionales y maravillosas como las que tuve el placer de tener en mi vida, hay miles, en las respectivas historias de vida de mi generación, y de las anteriores.
Es la mejor manera que encontré de decir, gracias, porque en un día como este, no hay mayor premio para ellos que saber que no se les olvida, y que el camino que andamos cada día no sería el mismo si no hubieran estado presentes.

